La Niña del Vestido Amarillo
Con la cámara en el piso negándose a filmar, giro por un momento y miro afuera a través de la ventana del hospital. Veo pasar los automóviles y camiones que entran y salen de la ciudad y, a la distancia, también escucho el rumor del asfalto y la velocidad de los vehículos que circulan por la vía a la Costa. Pero no puedo dejar de oír, con impotencia, los sollozos de la niña.
Pienso que en realidad es una guerra. Es una guerra terrible y silenciosa que pasa desapercibida para la mayoría de esa minoría de ecuatorianos acomodados que van por la vida como por las carreteras: zumbando veloces y distantes dentro de sus burbujas de vidrios polarizados, asépticas y climatizadas, sin enterarse de lo que pasa a veinte metros del pavimento. La preocupación de muchas de estas personas no va mas allá del departamento que van a estrenar cuando lleguen a la playa de moda o del próximo viaje a Disney a donde llevarán a sus niños para que vayan conociendo lo que es el mundo.
Ellos nunca sabrán de la historia de Jessica, la pequeña niña de siete años que llora, sentadita en una silla del Hospital de Santo Domingo de los Tsáchilas, con sus piecesitos colgando, todavía sin llegar al piso, pero ya con grandes responsabilidades y sufrimientos. Jessica, pequeña niña sin infancia que se hace mujer antes de hora, trata de dar calor y protección en su regazo infantil a su todavía indefenso hermanito de un mes de nacido.
No es que Jessica llore porque sus padres no le compraron un chupete o porque no le han regalado ni le regalarán nunca la gorra del ratón Mickey que tanto quiere, ni siquiera porque sus huesitos están cansados de tanto cargar al bebé, sino porque, mientras ella arrullaba en sus brazos a su pequeño hermanito, el otro, el mellizo, también a su cargo, acaba de morir... y quién sabe donde estarán sus padres.
Con el vestido amarillo ya descolorido de tanto uso, sin medias y con los zapatitos viejos demasiado grandes para ella, calzados sobre una piel áspera que ya empieza a ser dura como la vida que le ha tocado vivir, solloza con lágrimas contenidas y se traga los mocos y sufrimiento en un rincón de la habitación. Llora más para adentro que para afuera, para que el bebé no se vaya a dar cuenta de lo solos y abandonados que están; y porque tiene que ser fuerte ya que, con sus siete años, es la única seguridad y todo el calor de madre que su hermanito tiene en el mundo.
Solita, con el pequeño en brazos, la niñita del vestido amarillo llora lágrimas de adulto en un rincón de la habitación del Hospital de Santo Domingo de los Tsáchilas, mientras los automóviles siguen zumbando veloces por la carretera. Nunca supe si llegó la madre, si había un padre ni si Jessica lloraba por el hermanito muerto o por el vivo. Yo lloré por los tres y por la tragedia de esta guerra silenciosa, cruel y subterránea que se libra día a día en mi país y que se llama pobreza.
Del libro “Los restos del viaje”