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El Tigre del Yasuní

A medida que avanzábamos por el sinuoso río, al salir de cada curva, nos encontrábamos con nuevas sorpresas selváticas: familias enteras de tortugas de río apiladas en troncos que, al sentir nuestra presencia, se echaban al agua, una tras otra, en una metódica y ordenada coreografía fluvial de caparazones y chapuzones. Los monos se asomaban desde sus barrocos balcones arbóreos y nos miraban con nerviosa curiosidad. Al ras del agua, martines pescadores volaban junto a nuestra canoa en sus tramos del río, hasta entregar la posta a los dueños del siguiente tramo, que repetían el ritual. Súbitos destellos de azul metálico aparecían y desaparecían mágicamente, dependiendo del ángulo con que la luz tocaba las alas juguetonas de las mariposas Morpho. Varias veces sorprendimos a perezosos caimanes asoleándose en las orillas y troncos del río; aunque siempre, haciendo gala de una agilidad inverosímil, estos seres acorazados y afilados se echaban al agua y se negaban, una y otra vez, a que mi cámara les atrapara el alma. Cuando se estrechaba el río, las copas de los árboles se entrelazaban en complejos abrazos vegetales, que se convertían en momentáneos túneles de sombra y frescor de los que emergíamos para salir de nuevo al sol, que nos esperaba ardiente y generoso. Una gran garza blanca parecía estar siempre una curva del río adelante y, cuando nuestra canoa aparecía, se lanzaba en vuelo como un desgarbado ángel mensajero que llevaba las noticias de nuestro furtivo avance por el Yasuní.

 

A dos días de navegación desde Nuevo Rocafuerte, era evidente que poco a poco ingresábamos a un sector de selva poco visitado. En una de las tantas curvas del río, desembarqué para hacer imágenes del paso de la canoa por este maravilloso lugar. Para ello era necesario que esta regresara unas cuantas vueltas río Yasuní abajo. La canoa desapareció rápidamente y, con ella, el ruido del motor. Una vez solo en la orilla, de pronto, casi por encanto, me envolvió una agradable y sobrecogedora sensación de paz y tranquilidad. Era como una gran calma infinita, como un gran silencio gigantesco y sin limites, apenas roto intermitentemente por pequeños cantos, diminutos zumbidos y silbidos distantes.

 

Me invadió una sensación de sosiego en medio de este mar de selva al que apenas podía intuir: a mi alrededor, mariposas de distintos tamaños y colores revoloteaban ligeras e irregulares, capturando esporádicos destellos de luz. Las plantas de mis pies agradecían la sensación de frío al hundirse en la arena húmeda del río; el canto del agua me llegaba como el fluir sin apuros de una melodía milenaria. A mis espaldas, sentía que del bosque emergía todo un universo de rumores y silencios lejanos y desconocidos.

 

Nos encontrábamos filmando en el Parque Nacional Yasuní, probablemente uno de los lugares más biodiversos del planeta, y yo estaba empeñado en sintonizar con este mundo y sus sutilezas. Pedí a los mil dioses de la selva que me permitieran interpretar sus misteriosos signos para así poder capturar la magia del lugar. Era indispensable que me llevara un pedazo de este paraíso en mi cámara para luego poder compartirlo en otras geografías.

 

Mientras me esforzaba por encontrar el ángulo y el encuadre, y decidía qué sectores de la imagen dejaría en silueta y de cuáles rescataría la colorida luminosidad, escuché un ruido profundo y gutural a mis espaldas. Seguí en lo mío, pues aún no estaba listo; todavía tenía que enfocar y escoger el diafragma al que expondría mi cámara. Nuevamente escuché el ruido y, entonces sí, me detuve sorprendido. Sin embargo, me tranquilicé enseguida al recordar que hacía un par de horas, río abajo, habíamos pasado junto a un grupo de monos aulladores que nos habían dado un espectáculo musical único desde las altas copas de los árboles.

 

Cuando escuché el ruido por tercera vez, ahora sí más fuerte y claro, decidí no prestarle atención. En realidad no tenía opción ya que la canoa aparecería de un momento a otro y yo debía estar listo. La embarcación pasó delante de mí, asomando y desapareciendo entre las ramas, entre las siluetas y los rayos de luz, para luego perderse suavemente tras la curva del río. Habíamos logrado unas imágenes dignas de este maravilloso lugar.

 

Al poco rato la canoa estuvo de vuelta. Mientras yo embarcaba el guía nativo me preguntó si yo también había escuchado al tigre.*

 

Seguimos navegando lentamente río arriba, y yo me dejaba arrullar por el intermitente bamboleo de la canoa y, con la caricia del sol en la piel, me sumergí en mis sentimientos y cavilaciones. ¡Todo había sucedido tan rápido! Me pareció haber escuchado el rugido del tigre por última vez en la mitad del plano, pero ya no estaba seguro ni tampoco importaba mucho. ¿Qué tan cerca estuvo? ¿Sus ojos me habrán mirado? ¿Cuántos jaguares habitan todavía en el Yasuní? ¿Están en peligro de desaparecer? ¿Y qué hay de los pueblos no contactados que se sabe habitan en el parque? ¿Dónde están y que hacen en este preciso instante? ¿Qué futuro les espera?

 

Aunque no tenía una respuesta para ninguna de estas preguntas, por el momento me fue suficiente la alegría que me invadía al tener la certeza de que el rugido del tigre, de que esa playa inolvidable del Yasuní y de que el aliento de vida que irradiaba este bosque habían quedado impregnados en mi alma y me acompañarían por el resto de mi existencia… Eran ya parte de la vida y la memoria que uno va construyendo, poco a poco, con la suma de pequeños y grandes momentos irrepetibles.

 

El Yasuní nos había dado la bienvenida de muchas maneras y, finalmente, había enviado a uno de sus emisarios más emblemáticos. El bosque me había hablado: “Aquí estoy y estoy saludable; el hermano jaguar y todos los demás seres nobles que habitan y andan libres y orgullosos por mi reino, te saludan”.

 

Sin embargo, yo sabía que si bien el rugido del jaguar, los caimanes, las tortugas de río y todo lo demás eran signos de buena salud, habían fuerzas oscuras y muy poderosas que lo amenazaban: las concesiones petroleras y su red de jugosos negocios, opacos y despiadados, ya estaban dentro de este Parque Nacional; y una carretera petrolera yacía abierta como una gran herida hacia su corazón.

 

Era urgente llevar el mensaje y la magia del Yasuní a todos los rincones del país. Entonces comprendí que era esto lo que el hermano jaguar me había dicho.

 

Del libro “Los restos del viaje”

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