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Mientras nos deslizábamos por la pista aérea de Machala en un avioncito ultraligero, entre sacudones y vibraciones propias de un aparato que no fue diseñado para rodar en tierra sino para propósitos más elevados, yo sentía que se venía una jornada memorable. 

 

Formábamos parte de una escuadrilla de seis frágiles ultraligeros, desprovistos de instrumental de navegación moderno, que se disponía a reeditar, 76 años más tarde, el primer vuelo que remontó la Cordillera de los Andes ecuatorianos, realizado en 1920 por el legendario piloto italiano Elia Liut.   

 

Estaba sentado junto al piloto que habría de conducirme en esta aventura: un tranquilo rubio y ojiazul agricultor volador de Salcedo.

 

Cuando nos tocó el turno de despegar, el piloto detuvo la nave y aceleró el motor hasta su limite, mientras los frenos apenas contenían su ímpetu por partir. Una vez suelto el freno, salimos catapultados sobre la pista traqueteando y vibrando hasta que, de pronto, en un solo gran golpe de silencio, nos elevamos y empezamos a flotar suavemente, en cámara lenta. Era como el pez que, coleteador y batallador en tierra, en el agua es una armoniosa y delicada criatura que ha encontrado su lugar en el universo. El ave de lona había encontrado su elemento…  se había hecho la paz.

 

Así, flotantes y ligeros, mientras ganábamos altura con rapidez, supe que estaba donde debía estar. Dejábamos atrás la rutina y nuestra pesada condición terrestre, para remontarnos a lo alto, más allá de los riscos y de las cumbres de las montañas en busca de Elia Liut. Volábamos hacia otra época, donde la aventura, el desafío y la poesía flotan entre las nubes y los capitanes corajudos todavía se encuentran con pegasos encantados, sirenas tristes y demás criaturas ya extintas en nuestros días. Allá, muy arriba, respiraríamos un aire frío y vital que no respirará nunca el común de los mortales; el sol nos quemaría la piel más de cerca; y con nuestras propias manos e incrédulos rostros rozaríamos la niebla húmeda de las nubes, y la sentiríamos filtrarse por los pulmones profunda y purificadora ...Íbamos a encontrarnos con los dioses.

 

El estruendo del motor y del viento no permitían una comunicación con el piloto más allá de las señas, pero yo sentía que flotábamos en un mundo de silencio y que, por alguna razón incomprensible, aunque a la vez absolutamente natural, no podíamos hablar. Enfundados en nuestras gruesas chompas, forrados por pantalones y chaquetas de caucho y con los cascos colocados a manera de escafandras, era como si hubiésemos empezado a sumergirnos en una región mitológica de brújulas, cielos amenazadores y vientos desconocidos donde los gestos y las señas eran el lenguaje misterioso de la zona.

 

Volábamos a poca altura bajo una inmensa y planísima nube que se extendía muy cerca sobre nuestras cabezas hasta perderse en el horizonte. La fina estructura de aluminio del ultraligero, con ala alta de lona y sin ningún tipo de fuselaje, permitía una visibilidad completa a nuestro alrededor. Era mágico, casi como desplazarnos atados a una silla que colgaba del cielo, con el aire frío en la cara y el viento que nos columpiaba suavemente hacia uno y otro lado. Abajo, los camioncitos, a manera de industriosas hormigas, iban y venían por la carretera; las guardarrayas se extendían como una gran red hacia las fincas, y un mar verde de banano lo inundaba todo.

 

A ratos la gran nube parecía querer arrinconarnos. Se aproximaba, masiva y compacta, hasta pasar tan cerca y veloz sobre nuestras cabezas que me daba la sensación de estar volando peligrosamente rasantes, pero “al revés”, sobre una superficie sólida. Finalmente, ya sin poder evitarlo, chocábamos contra ella, primero, con la cola del avioncito y, luego, con nuestras caras y, a manera de quilla, íbamos rasgando un livianísimo surco flotante. Con el lente de la cámara mojado y con mis anteojos condensados, retiraba la cara del objetivo y alcanzaba a ver la carretera “abajo”. Entonces, en mi cabeza todo giraba otra vez y volvía de nuevo a la normalidad. 

 

Volamos un tiempo más sobre las interminables bananeras hasta que entramos a un valle rodeado de onduladas colinas donde un río espumoso y con aires montañeros aparecía ya como la primera avanzada de ese poderoso ejercito telúrico al que sabíamos parapetado más arriba en la cordillera, allá, por la fría región de los grandes vientos.

 

Ascendíamos ahora, siempre con la nube sobre nuestras cabezas, aunque esta había perdido su lisa horizontalidad y se mostraba sinuosa, desgarrada, llena de recovecos. A unos trescientos metros de distancia nos seguía otro avioncito, siendo esta la única nave de la escuadrilla con la que manteníamos contacto visual.

 

La gran nube, todavía negra y amenazadora, se había desgarrado tanto que daba la sensación de que las dos pequeñas naves volábamos a través de un oscurísimo y misterioso bosque lleno de arbustos, matorrales y senderos flotantes por los que nos internábamos y nos perdíamos de vista durante algunos tramos para luego reencontrarnos nuevamente en los claros.

 

Así, seguimos avanzando por un trecho hasta que, frente a nosotros, al final del cañón se pudo reconocer ya una gran masa que se elevaba sólida hasta que se perdía entre las nubes. Era la Cordillera Real que nos cerraba el paso como una fortaleza impenetrable de poderosos y antiguos muros tras los que seguramente se escondía un ejército de vientos impacientes y briosos que, con la boca llena de espuma, solo esperaban que nuestra imprudencia nos acercase un poco más a ellos para lanzarse a la carga.

 

Aunque el cañón estaba llegando a su fin, las nubes aún no nos revelaban ningún pasadizo que nos permitiera escabullirnos hacia arriba, al otro lado de las montañas; y no parecían tener la menor intención de concedernos esa gracia en los pocos minutos más de vuelo que nos separaban de la cordillera. A los costados, las empinadas laderas, cuyas cumbres se mantenían ocultas bajo la niebla, se habían estrechado aún más y yo no veía cómo habríamos de maniobrar para lograr con éxito una retirada honrosa de llegar las cosas a ese extremo. Abajo, a cientos de metros de distancia, sin poder ocultar una cierta sonrisa burlona dibujada en su cauce quebrado y torrentoso, el río Jubones esperaba.

 

Discretamente me volteé hacia el piloto en busca de alguna señal tranquilizadora, pero él se mantenía imperturbable mirando fijamente hacia adelante sin darle la menor tregua al acelerador. Un poco desconcertado entonces, trate de convencerme de que esto no podía significar otra cosa sino que todo estaba bajo control... todavía. Sin embargo, en el fondo me daba la sensación de que aplicábamos la vieja estrategia de “quemar las naves” y que lo que hacíamos era forzar la situación para que cada vez fuera más difícil dar marcha atrás y así vernos obligados a salir adelante a como diera lugar.

 

Por otro lado, la seguridad y tranquilidad que proyectaba el piloto eran como una fuerza interna, como una convicción tan fuerte en el éxito de la empresa, que no cabía pensar en otra posibilidad. Quise convencerme de que Liut lo estaba guiando por un camino secreto mil veces recorrido por él en su biplano Macchi Hanriot y que, por lo tanto, nada había que temer.

 

Sea como fuere, y consciente de que estaba en territorio desconocido para mí al vaivén de agujas magnéticas, motores y revoluciones por minuto, navegando al viento en busca de un elusivo pasadizo secreto en la niebla, a merced de las mágicas pero implacables leyes del vuelo y en manos de las energías misteriosas de aquel ancestral piloto italiano, hice lo único sensato que cabía en tales circunstancias: me encomendé a la Virgencita de Agua Santa y, como una improbable avestruz andina, volví a sumergirme en el objetivo de mi cámara.

 

Al poco rato, la mano enguantada del piloto se alzaba salvadora señalando hacia arriba. Un poco más adelante sobre nosotros, a la derecha, un cielo celeste y tímido luchaba valerosamente por abrirse paso entre la niebla y venía a nuestro rescate. Sin dudar ni un instante, giramos en esa dirección y empezamos a ascender tan rápidamente que los nubarrones grises, tomados por sorpresa, nada pudieron hacer para detenernos. Impotentes, se iban quedando atrás mientras nos escurrimos hacia las copas más elevadas de ese oscuro bosque flotante. De repente, sin mediar transición alguna, en una mágica fracción de segundo, emergimos de aquel mundo subterráneo y amenazador a un mundo luminoso, transparente, de un azul profundo que iba hasta el infinito, donde el aire, más ligero y frío, se nos entraba a borbotones y copaba cada rincón de nuestros pulmones. El sol nos atravesaba incandescente y yo sentía que todos los poros de mi cuerpo, como un ejercito de erizos punzantes, salían jubilosos a su encuentro.

 

A un lado, muy cerca de donde emergió el ala derecha de nuestro avión, descubrimos con sorpresa a uno de los picachos que habían estado ocultos bajo la niebla. Con las nubes hasta el cuello y salpicada de amarillo solar, esta roca se alzaba hacia fuera y parecía otear nostálgica hacia la distancia; cumbre majestuosa pero triste, condenada para siempre a mirar de lejos, desde la niebla húmeda de las estribaciones de cordillera, ese mundo andino de luz y transparencia que se extendía espléndido delante de nosotros.

 

Meciendo suavemente sus tupidas cabelleras, los pajonales nos daban la bienvenida. El sol dibujaba perfiles, resaltaba texturas y acariciaba con calidez todo lo que estaba a su alcance. El viento, temido guardián de estos parajes, no parecía preocuparse por nosotros, diminutas moscas a gasolina que habían osado transgredir sus dominios. El gran huaira de los páramos estaba ocupado en otros menesteres. En un despliegue de sensualidad a gran escala, iba y venia elástico e impredecible tocando, peinando y acariciando los pajonales. Subía desde las hondonadas, restregándose cariñosamente contra las turgentes y redondeadas colinas hasta llegar a las rocas que se erigían como titánicos pezones: islas-fortalezas que habían resistido inamovibles, pero complacientes, sus milenarios galanteos.

 

Nosotros continuamos hacia Cuenca. Aún faltaba un buen trecho, pero la batalla ya había sido ganada en ese mágico y decisivo instante. Yo estaba tranquilo pues sabía que volábamos con Liut y simplemente di las gracias por dedicarme a lo que me dedico, por haber estado donde estuve y por haber tenido el privilegio de una experiencia generalmente reservada para ángeles u otras criaturas emplumadas.   

 

No sé si exista el cielo o si algún día lleguemos a las estrellas, pero ese día estuvimos cerca.

 

Del libro “Los restos del viaje”

De Ángeles y Otras Criaturas Emplumadas
- Volando con Elia Liut-

© 2017 by TIUA studio

© Todos los derechos reservados

a JuanDiegoPerezArias

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