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Caminos de Identidad

Me lo encontré en un camino de piedra, de esos que todavía se esconden al interior de la provincia de Cotopaxi. Yo buscaba un pueblito, medio perdido y deshabitado, de los que parecen haber muerto de pura tristeza y abandono; de aquellos cuyos únicos habitantes son las hierbas, aferradas con una tenacidad inverosímil a los muros derruidos, y donde las pocas tejas que aún se sostienen sobre algunos tejados desechos, son como los últimos sobrevivientes del desastre… Pueblos que emanan una cierta nostalgia de esplendores pasados; esplendores que ya nunca llegaremos a conocer ni a entender.

Su nombre era don Clemente; un campesino de pocos dientes en la boca y mucho corazón en el pecho. A pesar de lo fortuito de nuestro encuentro, me recibió como si me hubiera estado esperando y, juntos, recorrimos su terrenito y sus sembríos.

Caminamos como si nos hubiéramos conocido de toda la vida; reímos y nos deleitamos con los colores y aromas de sus plantas y de su campo. Al final, y pese a las explicaciones que le di, me quedé con la sensación de que don Clemente nunca entendió del todo el por qué de mi empeño fotográfico; así como yo tampoco entendí claramente el por qué de su sonrisa, tan amplia y generosa, en medio de esa pobreza material tan evidente. Ninguno de los dos logró comprender la razón por la que nuestros caminos se cruzaron, pero eso no importaba; era lo de menos, pues nuestras almas se habían rozado suavemente en un fugaz pero profundo encuentro de seres humanos. Yo seguí con mi cámara hacia el oeste y él regresó a sus labores de campo.

Realizaba mi ensayo fotográfico por una franja que atraviesa el país de este a oeste. Partí desde las selvas cercanas al Puyo, crucé los valles interandinos; luego descendí a la Costa, para terminar en el mar.

Este intento de registrar las geografías del paisaje y del alma de mi país me llevó, unos días después, hasta los páramos de Zumbahua, donde compartí una tarde de sol y colores maravillosos con una familia campesina que cosechaba cebada. Al despedirme, al final de la jornada, una joven y simpática pastorcita me dijo que, si por esas cosas de la vida nos llegásemos a encontrar en Latacunga, probablemente yo no la reconocería, pues estaría vestida de otra manera: con blujines y zapatos de caucho. Yo le respondí que a mí me gustaba verla así, con su sombrero, su falda indígena y sus colores fuertes, tan antiguos como las montañas que nos rodeaban.

Mientras la vieja y destartalada camioneta de su hermano partía, cargada a tope con toda la familia, la cebada y los animales, escuché la despedida de la pastorcita: “¡chao, Pérez!”, me gritó a lo lejos. Al verla alejarse, yo quería decirle: “¡Chao, pastorcita del viento!... No cambies tus colores; no te olvides de tus montes ni de tu rebaño de nubes. ¡No! no quiero verte en Latacunga; me partiría el alma encontrarte como una más del montón, que no sabe para dónde va ni de dónde viene. No te vayas, que aquí eres lo que eres… y lo que siempre has sido”.

Un par de días más tarde, al otro lado de la cordillera, en Río Chico, un pequeño y centenario pueblito manabita con mucha tradición, tuve la suerte de conocer y fotografiar a doña Tránsito, un verdadero tesoro viviente. Esta anciana de mirada apacible y triste es una de las últimas tejedoras de hamacas de la zona. A la antigua, ella usa la lana del ceibo e instala su telar en la cocina, combinando el tejido con las artes de la olla. Así se lo enseñó su madre, y a ésta la suya, hasta remontarnos a quién sabe cuándo.

Pero ahora que ya nadie quiere aprender a tejer, poco a poco, ella se ha convertido en una extraña dentro de su propio pueblo; en un ser exótico que se dedica a una tarea muy laboriosa y poco rentable. Me pareció que doña Tránsito se veía a sí misma como el último eslabón de una larga cadena que acabará cuando ella se acabe.  Entonces, entendí su mirada.

 

Algunos días después, en la playa, la brisa marina me llevó hasta otro personaje: un pescador que también tuvo una historia que contar… como todos, si hay alguien dispuesto a escucharla.

Esta travesía fotográfica, que comencé en la selva y terminé en el mar, fue como respirar de un solo golpe el alma del país, como una gran bocanada de vida.

De esta maravillosa experiencia me ha quedado, sin embargo, la sensación de que a doña Tránsito, como al resto y, en realidad, a todos nosotros, se nos quiere arrebatar algo. Siento que en estos tiempos de globalización, de homogenización y consumismo, el mundo de estos personajes está amenazado.

 A la abuelita de largas trenzas blancas de Río Chico le quieren hacer creer que sus manos antiguas y tejedoras ya no sirven para nada; mientras que a la pequeña y colorida pastorcita de Zumbahua pretenden arrebatarle su gran rebaño de nubes blancas y cambiárselo por un blujín y un teléfono celular para mensajear. Ya nadie quiere sentarse a escuchar, con tiempo y sin apuros, las maravillosas historias de los “viejos lobos de mar”, vencedores de mil batallas en altamar y, ahora, naufragados en las playas de Crucita y Jaramijó. Y sin embargo, todos ellos son los héroes anónimos de ese Ecuador paralelo, silencioso y desconocido, que palpita al compás de antiguos y profundos ritmos; en donde la sencillez, la ingenuidad, la honestidad y la solidaridad son virtudes y no defectos; un país en donde el tiempo transcurre más pausado y alegre; en donde todavía hay un lugar para la caminata sin prisas, la amistad desinteresada, el lento y laborioso tejido de la hamaca y también para la poesía del “amor fino”. 

Estoy convencido de que estos y muchos otros personajes anónimos y sencillos son, sin saberlo ellos mismos, los portadores y último bastión de identidad en nuestro país, así como los últimos herederos de otra forma de vivir más humana. 

A través de estas fotografías he querido decir: “No se coma el cuento, doña Tránsito, que sus manos montubias y tejedoras son maravillosas. Don Clemente, no se deje despojar de esa extraordinaria ingenuidad, casi infantil, que hace de usted un ser superior. Berraquera, y todos los Berraqueras de la Costa, no se rindan, no se cansen de contar sus historias marinas, de sal y de sirenas… que yo sí las quiero escuchar. Ninguno de ustedes ha olvidado su pasado; todos están conectados con él. Son diferentes y, al serlo, son únicos… y eso es importante. No se dejen cambiar; no permitan que el huracán globalizador los homogenice, los estandarice y los uniforme en función del mercado, del consumo, de la rapidez, de la eficiencia y de la rentabilidad. Las cosas que realmente valen la pena en la vida ni se compran ni se venden. No permitamos la insensibilidad, no permitamos el olvido.”

Y si algo de maravilloso tiene la fotografía es que se trata, justamente, de lo opuesto al olvido. Es lo contrario a la insensibilidad y a la indolencia, y puede ser –también– un instrumento para ir al rescate de la dignidad y de la identidad… para ir al rescate de nosotros mismos.

Del libro “Miradas”

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